En la guerra me contabas cuentos en el oído, bajo la higuera. Veíamos el atardecer rojo caqui, creyendo que llorábamos de risa.
Me contabas del niño, llamado Segundo, que hizo un hoyo tan grande en la arena que encontró el pie de un chinito, y lo tiró tan fuerte que se lo trajo para este lado. Lo vistió con sus ropas, le puso Chapsui de nombre y lo hizo su amigo. El chinito no hablaba nada, y cuando hablaba no se le entendía. Entonces, inventaron un lenguaje sólo para ellos, con palabras nuevas e incluso gestos nuevos. Inventaron juegos nuevos, por ejemplo uno que consistía en quedarse quietos en el bosque, vestidos de verde, muy quietos hasta que los pájaros y conejos no los percibían, y hacían su vida como si ellos no estuvieran allí. Lo triste era cuando les daba hambre o ganas de ir al baño. Tenían que moverse y todos los animalitos corrían despavoridos. Entonces Chapsui se ponía a llorar inconsolablemente. El niñito lo amenazaba con hacer otro hoyo en la arena y devolverlo a su país, y ahí Chapsui se asustaba y se callaba.
Crecieron juntos, en esa dinámica. Eran adultos. Estaban enamorados de la misma mujer. Peleaban y se amenazaban. Segundo tenía el hoyo cavado en la arena. Chapsui estaba asustado. Sin embargo, llegaron a un acuerdo. Hicieron un trío.
Yo te decía que ese no podía ser el final del cuento. En esa época yo era virgen y no podía ni siquiera imaginar lo que era un trío. Y me decías, muerto de la risa, que el trío consistía en que Chapsui, Segundo, y la mujer se tomaban los tres de la mano y se tiraban con fuerza por el hoyo en la arena, y luego aparecían en China donde finalmente vivieron los tres felices para siempre. Ahí me tranquilizaba, y me quedaba dormida bajo la higuera, bajo el cielo color berenjena.